El escultor



“Ahora el otro está despierto;
Se pasea a lo largo de mi gris corredor,
y suspira en mis agujeros…”
Jacobo Fijman
I
¿Y si la persecución es real? 
La pregunta llegó cuando me dirigía al consultorio del supervisor, la sentí deslizarse desde los pies hasta la ingle. Yo caminaba con la cobardía propia de los que piden auxilio: el gesto duro, los ojos vacilantes. Rodeado de gente y meditaciones abstractas, mi paso se demoraba en el camino hacia lo de mi colega, como si un miasma viscoso me retuviese y no me dejase llegar, o como si lo que estaba haciendo en ese instante tuviese mayor rédito para mi salud mental que la consulta a la que iba: la búsqueda de algo o de alguien. 
El origen de este juego, como contar baldosas en la vereda, no era más que un  pequeño ejercicio de la curiosidad que se me imponía como una obsesión. Pero desde esa vez, cuando ocurrió el encuentro con un paciente en la cola del supermercado, éste y otros hechos que vinieron después me hicieron reflexionar acerca de algo que más tarde logré discernir. Al principio, supuse que el juego de buscar a mi alrededor consistía en tratar de encontrar algo específico, una persona, un punto con el cual establecer asociaciones de ideas. Por el contrario supe, y lo supe con la sangre, con la certeza de la verdad orgánica, que en mi caso ese ejercicio era diferente, de pretensiones más ontológicas y, por ello, de raíz muy contraria, como lo son las raíces de un árbol respecto a las de una leguminosa. Y podría aseverar que esa multiplicidad de tentáculos vegetales me llevaría tal vez hacia posibilidades difíciles de asir. Sin embargo, esta sospecha no me detuvo, por lo que esa insatisfacción resultante, llena de efímera alegría, ese gozo de débiles soportes, ese buscar de modos indiscriminados en medio de las calles y las cosas, me escamotearon sensatez a cambio de intersticios de felicidad, como una droga de efectos inmediatos pero de consecuencias nefastas. En el juego que yo establecía cuando salía al mundo más allá del consultorio, mi nuevo ser, ése que se hacía por y a pesar de mí, me permitía intuir la emoción de un escultor frente a un bloque de granito.

II
Uno de esos encuentros ocurrió casi en la entrada del edificio donde hacía la supervisión. Esa vez vi, en el bar de la esquina, a otro de mis pacientes, un hombre que venía los lunes.
Me sentí invadido. Lo descubrí mirándome, con esa mirada tonta que ellos tienen cuando lo ven a uno fuera del consultorio (porque no saben qué hacer, si agazaparse detrás de un diario o saludar con fingida naturalidad). Entonces, por rebeldía a ciertas prácticas ortodoxas en mi profesión, quizá por enojo conmigo mismo ante este juego de la búsqueda que no podía detener y del cual no soportaba las consecuencias, saludé al tipo. Lo hice intercambiando resignación por descaro. Otro de mis enroques. El hombre, un infeliz que aún estaba tratando de asimilar la muerte del padre, sonrió y devolvió el saludo. Esta aparición, no sólo provocó mi ausencia a la sesión de supervisión, sino que fue la génesis de dos sospechas: una, la de que este juego de la mirada que busca era absurdo, y la otra, hostil y escalofriante, la de que estaba siendo vigilado.
Con el correr de los días, esa segunda sospecha fue mutando en otra palabra: certeza, y ésta, a su vez, adquirió un contenido aún más estremecedor: el de ser víctima de una confabulación. Si esto era verdad, debería hacer algo...
Como un llamado de atención, y también por aquellos días, vi a otra paciente mientras almorzaba en un restaurante de comida rápida. Intenté escabullirme y, con disimulo, me levanté y me cambié de mesa, a una más lejana.
Después, pude observar a la mujer cuando tiraba los restos de la bandeja en uno de los cestos de basura y, por un instante, puedo asegurarlo, pasó su mirada sobre mí. Ahora, desde la ventaja que me da el tiempo transcurrido, puedo asegurarlo. Incluso me pareció que cuando se iba lo hacía con paso veloz, como si temiese que yo la encarase. Este incidente fue un piso más en la pirámide, una pirámide que mi psiquis iba escalando ávida, alimentándose de fuerzas desconocidas. Y sabía que si mi yo me permitía llegar a la cumbre, donde tendría que hacer equilibrio en un sitio alto y sin aire, estaría perdido; lo sabía con los cimientos de la débil estructura que aún me sostenía. Deduje que mirar otra vez a todo el mundo (había intentado dejar de hacerlo sin conseguirlo) era mi peor elección, porque como ya dije, no soportaba las consecuencias y, por otra parte, ese hecho me descubría ante algo que no estaba en mis pronósticos.
Por si fuera poco, cuando salía del lugar y me dirigía hacia la Fundación donde trabajo, me crucé en el camino con otros dos pacientes, por lo que conjeturé que esta primera pregunta acerca de la persecución ya no me causaba miedo sino que, por el contrario, me daba coraje. Me sorprendí ante este nuevo sentir. Seguro de que esta epifanía del pensamiento, esta génesis de revelación, extraída con el tinte embrutecedor que dan las palabras, escupidas hacia el cielorraso del consultorio, vomitadas como una nada que busca ser forma, provocaría en el supervisor el desconcierto, la risa, el re-encauce de mi tratamiento, no sé, pero sospeché (¡otra sospecha!) que algunas cosillas se le estaban escapando de las manos. ¿Por qué si no, ocurrió lo que ocurrió instantes antes de entrar en el edificio, en el restó de la esquina? ¿Continuarían sucediendo esas “casualidades” en la calle, en un patio de comidas, en un concierto, en el cine, en el supermercado, en un restaurante de comida mexicana, en un restaurante de comida hindú?
Quedaba muy claro: el inconsciente de los otros me estaba abrumando y me alejaban del mío; esas caras de los pacientes confabulados eran percibidas por alguien en mí que yo aún no conocía, y por ello sentía esa ansiedad feroz cuando me lavaba la cara esa mañana, porque ésta era una oportunidad para ser realmente quien deseaba ser.
Advertí que ellos eran mi espejo y mi posibilidad, y no quería semejarme a esas personas que ejercían profesiones que hacía rato habían dejado de amar: cirujanos que operaban sin amor, programadores que ansiaban arrojar la notebook contra la pared.
Así, yo psicoanalizaba a la gente gracias a una decisión de aquél que había sido a mis veinticinco años, y me reía por lo bajo de los que aseguraban tener clara su vocación, como si los sueños no cambiasen, como si la piel acusase siempre la misma tersura.
Esa noche las cosas siguieron igual. Esta vez me crucé en un bar con una mujer que venía los martes a las 14.30 (debo aclarar que su caso era una histeria muy difícil de resolver, su magnitud hacía de su vagina una cueva sin acceso, ni el falo ni el amor eran viables para ella porque ninguno de los dos podía con su mentira). Supe que nada era casual, y esa cosa informe que no tenía nombre y ahora vislumbraba (¿el bloque de granito que ese otro que vivía en mí debía trabajar?) era la prueba de mis posibles ineptitudes como psicoanalista, porque por algo me seguían. Sin duda, con alguno de ellos o con varios me habría equivocado, y sus actitudes eran la represalia, o el comienzo de una represalia que no sabía hasta dónde podía llegar. 
Al irme sentí la indiferencia de la dama. ¿No era su actitud una evidencia de que los encuentros no eran casuales? Además, y éste no es un dato menor, había comprobado que los confabulados jamás comentaban el encuentro durante la sesión…
El bloque de granito parecía consistente y yo (mi yo real) tenía trabajo por hacer. ¡Era tan bella esa mujer! Rememoro ahora el modo en que me daba el dinero, cada martes, al pagarme la sesión. Sus manos enriquecían y complementaban el tinte simbólico de los billetes, y yo, a riesgo de quedar en evidencia, trataba de montar el personaje del objeto.
Sentado, con la libreta enmarcando sus cabellos, a unos centímetros de mi regazo, la miraba en su plenitud, tan física que me costaba escuchar sus palabras, el fondo de esas palabras, y las herramientas, a veces, parecían no ser eficaces, como si el granito fuese inmutable, o como si yo no tuviese la fuerza para tallar. 
El último de los encuentros, antes de que tomase mi valiente decisión —ya les hablaré más adelante de ella—, fue con un paciente en un recital de jazz. Creí que mi mente se desbocaba en el solo del trompetista, pude sentir mis órganos vibrar a la par de tremebundas semicorcheas a contrapunto. Ya había comprendido que no podía soportar más esos encuentros, que poco a poco y con el correr de los días, habían ido multiplicándose hasta hacerme presentir la alucinación. Pero pude distinguirlos de los delirantes cortejos de la imaginería patológica. ¡Pueden creerme!
La persecución era real, y sí, ya tenía la respuesta.

III
Entretanto, en el consultorio, los pacientes seguían silenciosos, empujándome sin saberlo al cambio, provocándome con historias camufladas que no podían descifrar.
Dadas estas circunstancias, meses después decidí abandonar la Fundación y trasladé el consultorio a mi domicilio. Esto, si mis previsiones eran acertadas, reduciría los encuentros “fortuitos”, y aunque no era la decisión de la que hablé antes, sí fue una de las primeras que dieron lugar a la “gran decisión”. Además, mis salidas se redujeron casi por completo, y mi vida social se fue anulando para dejar nacer un tranquilizador encierro.
También dejé de atender el teléfono. Tal como lo preví, estas resoluciones trajeron consecuencias no tan inesperadas: la merma en mi economía, las horas iguales y un sentimiento que no podía nombrar pero que no me asustaba, por el contrario, me regalaba una sensación de vitalidad que contrarrestaba años de escucha en el espacio psicoanalítico, le daban una soberana patada en el culo a mi pasado. Mis pacientes, enemigos y salvadores de mi ser, seguían en silencio, y ésa era la confirmación de la treta. Debía tallar en la razón por la cual ellos me hacían esto. Tallar, tallar y tallar. Protegerme y así posibilitar mi renacer. Y este pensamiento, este permanente viaje a través de las ramas del árbol, de sus tentáculos vegetales, me llevó hacia un fruto delicioso. Sí, el sabor embriagador de la venganza comenzaba a nacer en mí. Me di cuenta de que mi ego vilipendiado moldearía la psiquis de los traidores hasta alejarlos más y más de lo que pretendían encontrar con mi ayuda.
Sí, ¡el escultor que vivía en mí había nacido!

IV
Enseguida comencé a tallar en la mente de la bella, y luego en las de cada uno de los pacientes confabulados. A cada nueva sesión, me sentía poderoso, algo que nunca me había ocurrido. Moldeé con los cinceles que la Universidad me había dado, y usé otros adquiridos a través de la práctica en la Fundación.
“¡Voy a recuperar el espíritu lúdico y extenderlo hacia la psiquis de mis enemigos!”, me decía emocionado, feliz, extasiado. Y fui privilegiado testigo del derrumbe mental de la bella, o del imbécil del supermercado que ahora buscaba al padre en cada amigo o compañero de trabajo, y de cada uno de los que invadieron mi privacidad.
Respecto al tipo del supermercado, recuerdo haberlo mirado fijo a los ojos y decirle (con mi mirada): ¿Cómo le va Enrique?, ¿sabe una cosa? Ya que se confabuló contra mí, voy a magnificar su caos para que sea incapaz de acercarse a sus reales deseos. Y le confieso, si me permite, que va a ser un acto de amor hacia esta profesión que odio, ofreceré la otra mejilla y redimiré mi ser utilizando las herramientas propias de aquello en lo que ya no creo. ¿Que no me entiende? Bueno, no se preocupe: mientras yo mato en cada sesión a mi padre de todos estos años, y logro ser por fin el artista que en verdad soy, usted seguirá buscando al suyo en cada persona con que se cruce...
¡Ah, cuánto placer! Y los veía irse totalmente acabados, entumecidos por el dolor y la angustia, luego de sesiones en las que apenas si habían podido articular palabras, bosquejos de pensamientos primitivos que no los conducían a ningún lado. 
Mi obra había comenzado.
Incluso me encargué de esculpir con malévolo detalle en el caos de un paciente que osó matarme en uno de sus sueños, y me lo contó riéndose. Yo me quedé estupefacto, y casi le pregunto: “Pero… pero… ¿cómo se atreve?”.

V
El tiempo pasó y me acostumbré a mi nuevo ser, a ese otro yo que parecía haber dormido durante tantos años a la sombra del correcto profesional en el que me había convertido. El encierro, algo parecido a la libertad, seguía construyéndome. Al cuidado de estas paredes y de la poca luz reinante (me encanta cerrar las ventanas) mi yo escultor fue adquiriendo más relevancia de la que hubiera imaginado. Era una borrachera deliciosa. La subida a la pirámide enferma había sido reemplazada por un merodear en techos bajos y oscuros. 
Por supuesto, mi obra tardó en consumarse, por lo que me enteré del primer suicidio luego del año y medio, mientras hacía el amor con una colega. El mensaje en el contestador lo había dejado el hermano de la bella... Luego, cuando la voz triste y eléctrica del tipo se apagó, Dioniso se apoderó de mí con una fuerza arrolladora y nueva. “¡Esa mujer ya no sufrirá y no hará sufrir a los demás!”, pensé lleno de júbilo. Y luego continué penetrando a esa mujer (¿la que estaba conmigo o la que había muerto?) de modo tan pagano que, y esto lo pude notar después, ella me miraba entre aterrada y agradecida.
Al año siguiente se ahogó el paciente que venía los miércoles a las 16 hs. Estoy seguro de que fue por decisión propia. Yo estaba exultante, ¡sin duda el escultor manejaba los cinceles a la perfección!
Pero, debo admitirlo, la confabulación no ha terminado. Acaso porque la existencia es esto: un constante flujo de torturas sutiles. Será por eso que trato de no salir. Cuando lo hago, mis encuentros con los otros no sólo siguen ocurriendo, sino que se han multiplicado. Es difícil de entender; es como si nada de lo que hago obtuviera un resultado, como si mi condición de artista no fuera la salvación. En estos meses he visto a varios pacientes, ex pacientes, y, además, me he encontrado con muchos colegas de la Fundación, que me sonríen, me preguntan cómo ando, con esa falsedad que no soporto, típica de los cobardes.
Me encantaría gritarles en sus caras que soy un escultor, que ese es mi verdadero ser, y que no necesito esta vez títulos ni posgrados.
Pero, por suerte, la vida también está hecha de pequeños manjares, tan cotidianos que a veces uno no los degusta. Ella me da suculentos tragos de felicidad, momentáneos, exquisitos. Y yo trato de que la copa no se acabe rápido, de que el elixir que bebo mientras esculpo la psiquis de los pacientes que se han atrevido a cruzarse conmigo más allá del consultorio se estacione en mi boca. Para saborearlo, paladearlo como un buen vino, lo suficiente como para enterarme, si los dioses son benévolos y se acuerdan de mí, del próximo suicidio.




© Gustavo Di Pace en Mi yo multiplicado, Alción Editora, 2011.

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