Las vestiduras peligrosas
La
señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero
dicen que ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan
los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea
propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean
que esto es fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero
sacar de un dibujo el vestido, es harina de otro costal. Lloré gotas de
sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás
extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas, que en general eran
livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el único de terciopelo que
le hice, tenía un gran escote por donde me explicó que se asomaría una
blusa de organiza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé,
después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza para
hacerle la blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba
hecha la blusa: resolvió, contra viento y marea, ponérselo. Parecía una
reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y todo se veían
como en una compotera, dentro del escote. Mama mía. La acompañé hasta la
puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella. No
pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de
terciopelo que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué
extravagancia. Al día siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el
diario bruscamente y me leyó una noticia de Budapest, llorando. Una
muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la dejaron
inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto
un jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus
pechos enteramente descubiertos.
Al
día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante,
para que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
-¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
-¿Qué
tiene de malo? –me dijo, fulminándome con la mirada. Y como yo no
contestaba, prosiguió-: ¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?
Le
dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la
antigua y antes de ponerme un vestido transparente, con todo el aire,
me muero.
El
vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo
de gasa negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que
parecían reales, como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las
pinturas representaban sólo manos y pies perfectamente dibujados y en
diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al menos
movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire.
Cuando terminé el vestido y se lo probé me ruboricé. La Artemia
se complacía frente al espejo, viendo el movimiento de las manos
pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a través de la gasa. Le
pregunté:
-¿Cómo le hago el viso?
-Su abuela –me contestó-. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy anticuada.
Esa
noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía
calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi
alejarse y no dormí en toda la santa noche.
Al
día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el
diario en una mano, mientras que con la otra bebía el café con leche. Me
leyó una noticia: en Tokio, en un suburbio, una patota de jóvenes había
violado a una muchacha a las tres de la mañana. El vestido provocativo
que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies pintados.
El
siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas
de color de carne, que representaban figuras de hombres y mujeres
desnudos. Al moverse todos esos cuerpos, representaban una orgía que ni
en el cine se habrá visto. Yo, Régula Portinari, metida en ésas; no
parecía posible.
Durante
una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero
no sabía los efectos que sobre el cuerpo de Artemia podían producir.
Rebajé
cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro
nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal
aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso.
Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor movimiento. Le previne:
-Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
-Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al
día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el
diario sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que
prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle
con un vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudió y un
grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de tul y
llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían
abrazarse lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejó a la Artemia
que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una vestimenta
sobria, que nadie podría copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban.
Silvina Ocampo en Cuentos completos (Vol. 2), ed. Emecé, Buenos Aires, 1999.
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