La Ilíada
Lo primero que aprendí leyendo La Ilíada, amigo lector de la audaz pupila, es que hay que abrazar la fe de las religiones monoteístas, si es que tenemos suficiente fe y no hay otra cosa más excitante para abrazar.
Es verdad que las religiones monoteístas ofrecen dioses únicos, omnipresentes, siempre cuestionados por aquello de que "quien mucho abarca poco aprieta" o "el que desea estar en todos lados, en definitiva, no está en ninguno". Pero, ese dios siempre será mejor que la pandilla de dioses impresentables, corruptos, entrometidos y poco serios que participaron en el conflicto de la bien murada Troya, sin permitir que mirmidones, carios, légeles, caucones, pelasgos y troyanos por un lado, y licios, misios, frigios y meonios por el otro, tuvieran su guerra en paz. Una banda de deidades de corte mafioso que azuzaban, interferían, desalentaban y disponían la suerte de los ejércitos enfrentados. A saber: Hera, Atenea, Poseidón, Hermes y Hefesto, con los aqueos. Ares, Apolo, Artemisa, Leto, el Janto y Afrodita, con los troyanos. Por cierto, la ausencia de un dios absoluto, multipropósito, todoterreno, que solucionara los problemas más diversos, obligaba a las especializaciones por áreas. Del amor se ocupaba Afrodita. Ares estaba a cargo de la guerra. Hades manejaba el mundo subterráneo, posiblemente, el petróleo. Zeuz era, según Homero, "el que amontona las nubes", calificación ni negativa ni positiva sobre una actividad un tanto vaga, que abre dudas sobre si Zeuz no era, en definitiva, un inútil. Hefesto era el dios de la metalurgia, cargo que lo emparentaba con la cuestionada condición de un sindicalista. De todas maneras, algunos, al menos, descubrían sus propósitos con la sola mención de sus nombres, como la diosa Discordia. Demás está decir que hasta el menos avispado de los mortales se daba cuenta de que, cuando esta deidad aparecía, traía consigo problemas, complicaciones, peleas y, como dirían los mirmidones y los argentinos, todo tipo de quilombos.
Otra cosa que aprendí, lector del ardiente iris, al leer ese libro, cuando la adolescencia me cubría con su azafranado velo, es que las mujeres siempre traen problemas y dolores de cabeza. La bella Helena, seducida por Paris, desata una guerra que dura diez años. Y, agradezcamos a que dio resultado el tonto ardid del caballo porque, de lo contrario, se hubiera prolongado hasta el aburrimiento y su final hubiese hallado a una Helena vieja, ajada, gorda y reumática que haría preguntarse a los vencedores: "¿Y por este despojo peleamos tanto?".
¿Cuánto hubiese tenido que alargar, me pregunto, su show unipersonal el no vidente Homero para cantar la historia de Troya, considerando que ya, con diez años de combate, el público se le dormía al tercer año, detalle del cual él no se percataba porque, afortunadamente, era ciego?
Otra cosa que aprendí, lector del lagrimal arduo, es cómo han cambiado los conceptos de belleza. Antes eran otras las cualidades que se exaltaban en una mujer. Criseida era "la de las hermosas mejillas". Andrómaca, "la de los blancos brazos". Iris, "la de los pies ligeros", eufemismo, tal vez, para no decirle "la ligera de cascos". Y Tetis, nombre que quizás ocultaba el vulgar apodo de "la Tetas", era "la de las hermosas trenzas". Ninguna era "la de las nalgas rozagantes" o "la de los pechos tiesos", lo que revelaba otros valores en el gusto masculino.
Aprendí también que "icor" era el nombre de la sangre que corría por las venas de los dioses. Posiblemente la traducción registró "icor" y no "licor". Porque algunos comportamientos de los dioses eran, absolutamente, propios de borrachos. Poseidón, por ejemplo, se disfraza de Calcante, el adivino, para incitar a los aqueos. Lo hace tan mal, debido al alto contenido alcohólico en su sangre que, Ayax, simple mortal, le comenta a su hermano: "Vino Poseidón disfrazado de adivino". Juro que cuando leí eso, lector del cristalino cóncavo, dejé la bebida. Y no había cumplido yo los 13 años.
También aprendí de La Ilíada que, incluso una madre, puede cometer errores irreparables. Tetis acude a Hefesto, dios de la metalurgia, para pedirle una armadura para Aquiles, su hijo, "el de los pies veloces". Le encarga un escudo con triple cenefa con abrazaderas de plata, una coraza, un casco y un par de grebas, protectores que cubrían las piernas desde las rodillas a los pies. Pero luego manda a Aquiles a pelear en sandalias, como si fuera verano, desprotegiendo su vital talón. Allí acierta la flecha de Paris y muere Aquiles, el de los pies tan veloces como desnudos.
Y por último aprendí, amigo lector del pesado párpado, que no hay que leer un libro con tantos personajes como La Ilíada en la temprana adolescencia. Porque si, mucho tiempo después, uno debe recordarlo, ya la memoria se habrá evaporado, como se evaporaba la negra sangre de los guerreros sobre las sinuosas riberas del Escamandro.
Otra cosa que aprendí, lector del ardiente iris, al leer ese libro, cuando la adolescencia me cubría con su azafranado velo, es que las mujeres siempre traen problemas y dolores de cabeza. La bella Helena, seducida por Paris, desata una guerra que dura diez años. Y, agradezcamos a que dio resultado el tonto ardid del caballo porque, de lo contrario, se hubiera prolongado hasta el aburrimiento y su final hubiese hallado a una Helena vieja, ajada, gorda y reumática que haría preguntarse a los vencedores: "¿Y por este despojo peleamos tanto?".
¿Cuánto hubiese tenido que alargar, me pregunto, su show unipersonal el no vidente Homero para cantar la historia de Troya, considerando que ya, con diez años de combate, el público se le dormía al tercer año, detalle del cual él no se percataba porque, afortunadamente, era ciego?
Otra cosa que aprendí, lector del lagrimal arduo, es cómo han cambiado los conceptos de belleza. Antes eran otras las cualidades que se exaltaban en una mujer. Criseida era "la de las hermosas mejillas". Andrómaca, "la de los blancos brazos". Iris, "la de los pies ligeros", eufemismo, tal vez, para no decirle "la ligera de cascos". Y Tetis, nombre que quizás ocultaba el vulgar apodo de "la Tetas", era "la de las hermosas trenzas". Ninguna era "la de las nalgas rozagantes" o "la de los pechos tiesos", lo que revelaba otros valores en el gusto masculino.
Aprendí también que "icor" era el nombre de la sangre que corría por las venas de los dioses. Posiblemente la traducción registró "icor" y no "licor". Porque algunos comportamientos de los dioses eran, absolutamente, propios de borrachos. Poseidón, por ejemplo, se disfraza de Calcante, el adivino, para incitar a los aqueos. Lo hace tan mal, debido al alto contenido alcohólico en su sangre que, Ayax, simple mortal, le comenta a su hermano: "Vino Poseidón disfrazado de adivino". Juro que cuando leí eso, lector del cristalino cóncavo, dejé la bebida. Y no había cumplido yo los 13 años.
También aprendí de La Ilíada que, incluso una madre, puede cometer errores irreparables. Tetis acude a Hefesto, dios de la metalurgia, para pedirle una armadura para Aquiles, su hijo, "el de los pies veloces". Le encarga un escudo con triple cenefa con abrazaderas de plata, una coraza, un casco y un par de grebas, protectores que cubrían las piernas desde las rodillas a los pies. Pero luego manda a Aquiles a pelear en sandalias, como si fuera verano, desprotegiendo su vital talón. Allí acierta la flecha de Paris y muere Aquiles, el de los pies tan veloces como desnudos.
Y por último aprendí, amigo lector del pesado párpado, que no hay que leer un libro con tantos personajes como La Ilíada en la temprana adolescencia. Porque si, mucho tiempo después, uno debe recordarlo, ya la memoria se habrá evaporado, como se evaporaba la negra sangre de los guerreros sobre las sinuosas riberas del Escamandro.
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