Sauce ciego, mujer dormida (fragmento)
... Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un dibujo. Pero el papel de la servilleta era demasiado blando y la punta del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.
—¿Y qué diablos son los sauces ciegos? —preguntó mi amigo. —Pues esos árboles de ahí.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—Es que me los he inventado yo —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.
La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era un árbol de tamaño similar a la azalea. Tenía flores, pero éstas estaban rodeadas de gruesas hojas verdes. Las hojas recordaban un ramillete de colas de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.
—¿Tienes tabaco? —me preguntó mi amigo. Le arrojé por encima de la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados de sudor.
—Los sauces ciegos parecen pequeños, pero sus raíces son terriblemente profundas —explicó ella—. De hecho, cuando llegan a determinada edad, los sauces ciegos dejan de crecer hacia arriba y empiezan a extenderse hacia abajo. Como si se nutrieran de las tinieblas.
—Entonces, las moscas transportan el polen, penetran en el oído de una mujer y la duermen, ¿no? —dijo mi amigo mientras intentaba trabajosamente encender un cigarrillo con una cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?
—Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro —explicó ella.
—¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.
Sí. Aquel verano, ella estaba escribiendo un largo poema sobre los sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano. Se inventó una historia basada en un sueño que había tenido una noche y tardó una semana en escribir, en la cama, una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó aduciendo que todavía no había perfilado los detalles y, a cambio, hizo un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.
Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces ciegos.
—Ése soy yo. Seguro —intervino mi amigo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no eres tú.
—¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.
—Sí —dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?
—Pues, claro.¡Tú dirás —dijo mi amigo. medio en broma, frunciendo el entrecejo.
El joven iba subiendo despacio la colina y abriéndose paso entre los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la gorra encasquetada hasta la cejas, el joven avanzaba ahuyentando con una mano las moscas que
pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo sueño.
Haruki Murakami, Sauce ciego, mujer dormida (cuentos).
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