Tilo
Soy maestra en especias.
Domino también el mundo de los minerales, los metales, la arcilla,
la arena y la piedra. El de las gemas, con su luz fría y clara. El de los
líquidos, cuyos matices se graban en los ojos hasta que no vesnada más. Todo lo
aprendí en la isla.
Pero mi amor son las especias.
Conozco su origen y el significado de sus colores y sus
aromas. Puedo llamar a cada una por su verdadero nombre, el que recibieron al
principio, cuando la tierra se agrietó como piel y lo ofrendó al cielo. Su
ardor fluye en mi sangre. Todas obedecen mis órdenes, desde el amchur al
azafrán. Me basta con un susurro para que revelen sus propiedades ocultas, sus
virtudes mágicas.
Sí, todas poseen magia, incluso las especias corrientes que echáis
sin pensar en los guisos diarios.
¿Lo dudáis? ¡Vaya! Habéis olvidado los secretos antiguos que
conocían las madres de vuestras madres. Os recordaré uno: si os frotáis las
muñecas con semillas de vainilla, previamente reblandecidas en leche de cabra,
os protegerán contra el mal de ojo. Y otro: una medida de pimienta, dispuesta
en forma de media luna a los pies de la cama, ahuyenta las pesadillas.
Pero las especias que tienen más poder son las de mi tierra natal,
país de poesía vehemente y plumas de color aguamarina. De cielos crepusculares
tan brillantes como la sangre.
Son las que utilizo.
Si os colocáis en el centro de esta habitación y os volvéis despacio,
contemplaréis reunidas aquí, en los estantes de mi tienda, todas las especias
indias que han existido. Todas, incluidas las que han desaparecido.
Creo que no exagero si digo que no hay ningún otro lugar
como éste en el mundo.
***
La tienda sólo lleva un año aquí. Pero ya son muchos los que
al verla creen que ha existido siempre.
Comprendo la razón. Doblad la pronunciada esquina de Esperanza,
donde paran con un chirrido los autobuses de Oakland, y la encontraréis:
perfectamente encajada entre la estrecha puerta enrejada de la Pensión Rosa, todavía
renegrida por el incendio del año pasado, y Lee Ying, Reparación de Aspiradoras
y Máquinas de Coser, con el cristal astillado entre la R y la e de Reparación. El escaparate
está manchado de grasa. Las letras enlazadas que dicen BAZAR DE ESPECIAS tienen
un tono pardo terroso desvaído. En el interior, de las paredes veteadas de
telarañas cuelgan descoloridas pinturas de los dioses, con sus tristes ojos
oscuros. Se apilan cajas metálicas deslustradas hace mucho tiempo, repletas de atta,
arroz basmati y masur dal; hileras e hileras de video películas, hasta la época
del blanco y negro; piezas de tela teñida en los colores seculares, amarillo
para el Año Nuevo, verde para la cosecha, rojo para la fortuna de la desposada.
Y amontonados en los rincones entre bolas de polvo, los
deseos exhalados por quienes han estado aquí. Son lo más antiguo de cuanto hay
en mi tienda. Porque incluso aquí en América, en esta tierra nueva, en esta
ciudad que se ufana de haber nacido prácticamente ayer, deseamos las mismas
cosas una y otra vez.
También alimento esa creencia. Porque también parece que yo lleve
aquí desde siempre. Cuando los clientes entran agachándose bajo las hojas de
mango verde de plástico que cuelgan en la puerta para dar buena suerte, esto es
lo que ven: una mujer encorvada de tez color arena vieja detrás de un mostrador
de cristal en el que hay mithai, los dulces de su infancia, de la cocina de sus
madres. Burfis verde esmeralda, rasgulas blancas como el alba y laddus
de harina de lenteja semejantes a pepitas de oro. Les parece
lógico que yo lleve aquí desde siempre, que comprenda sin mediar palabra su
añoranza por las costumbres que decidieron dejar atrás cuando eligieron América.
Y que comprenda su vergüenza por esa añoranza, que escomo el leve resabio
amargo que nos queda en la boca cuando masticamos amlaki para refrescar el
aliento.
Ellos no lo saben, claro. Que no soy vieja, que no es mía
esta apariencia física que tomé en el fuego de Sampati cuando hice los votos de
maestra. Las arrugas y nudosas articulaciones de este cuerpo me pertenecen como
al agua las ondas que la rizan. Ellos noven el brillo fugaz que, bajo los
párpados, desprenden mis ojos oscuros; y yo no necesito un espejo que me lo
muestre, pues los espejos nos están prohibidos a la maestras. Los ojos, lo
único que me pertenece.
No. Poseo algo más: mi nombre, que es Tilo, abreviatura de
Tilottama, pues me llamaron como a la semilla de sésamo tostada al sol, especia
nutritiva. Esto, ellos, mis clientes, no lo saben, ni que antes tuve otros
nombres.
A veces, cuando pienso que en este inmenso país ni una sola persona
sabe quién soy, me embarga la tristeza, lago de hielo oscuro.
No importa, me digo luego. Es mejor así.
—Recordadlo siempre —nos decía la Anciana, la Primera Madre, cuando
nos enseñaba en la isla—. Vosotras no sois importantes. Ninguna maestra lo es.
Lo importante es la tienda. Y las especias.
Chitra Banerjee Divakaruni en La señora de las especias, 1997.
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