El descubrimiento de Heródoto
Antes
de mi marcha de Gorée, una tarde me visitó un buen colega, el
corresponsal checo Jarda, a quien había conocido tiempo atrás en El
Cairo. También a él lo había llevado a Dakar el Festival de las
Artes Negras. Pasamos horas yendo de exposición en exposición e
intentando adivinar el sentido y la función de las máscaras y
esculturas banbara, makonde o ife. Todas se nos antojaban
amenazadoras. Contempladas en plena noche a la temblorosa luz de las
hogueras y las antorchas, parecían cobrar vida, inspirando miedo,
incluso terror.
En
un determinado momento nos pusimos a hablar de la dificultad de
escribir sobre el arte africano en las pocas palabras que permitía
un artículo. Estábamos arrojados a un mundo nuevo, del todo
desconocido, y no disponíamos, sin embargo, más que de nuestro
léxico y nuestros conceptos, con los cuales era imposible plasmar
todo lo que veíamos. Conscientes de estos problemas, nos veíamos
impotentes ante ellos. Si hubiésemos vivido en tiempos de Heródoto,
Jarda y yo habríamos sido escitas, pues eran ellos los que vivían
en nuestra parte de Europa. Montados en veloces corceles —que tanto
maravillaban al griego—, recorreríamos bosques y campos,
disparando las flechas de nuestros arcos y bebiendo kumis. Heródoto
habríamostrado mucho interés por nosotros, habría preguntado por
nuestras costumbres y creencias, por lo que comíamos y cómo
vestíamos. Luego habría descrito minuciosamente cómo, tras haber
hecho caer a los persas en la trampa del gélido frío e invierno
nevado, habíamos derrotado su ejército y cómo el gran rey Darío
había escapado —y salido con vida de milagro— a nuestra
persecución.
Durante
esta charla Jarda vio el libro de Heródoto sobre la mesa. Me
preguntó cómo había dado con él. Le conté que me lo habían
regalado antes de mi primera misión de corresponsal y cómo, a
medida que lo iba leyendo, había empezado a hacer dos viajes al
mismo tiempo: en uno cumplía con mi labor de reportero y en el otro
seguía las expediciones del autor de Historia. Enseguida añadí que
el título, Historia o Historias, no reflejaba, a mi entender, la
esencia de la obra. Que en aquellos tiempos la palabra griega
historia significaba más bien «investigaciones» o «inquisiciones»
y que cualquiera de estos calificativos habría sido más adecuado
para plasmar la intención y la aspiración del autor. Al fin y al
cabo, no se había encerrado en archivos a fin de escribir una obra
académica —como durante siglos hicieran luego los científicos—,
sino que se había propuesto descubrir, conocer y describir la
historia in statu nascendi, cómo los hombres la creaban día a día
y a qué se debía que a menudo tomase el rumbo contrario al que
ellos deseaban y ambicionaban. ¿Lo decidían los dioses o el hombre,
que, a consecuencia de sus defectos y limitaciones, no era capaz de
moldear su destino con racionalidad y sabiduría?
—Cuando
empecé a leer este libro —dije a Jarda— me pregunté cómo se
las había apañado el autor para recoger el material. Al fin y al
cabo, aún no existían bibliotecas ni archivos rebosantes de
carpetas con recortes de prensa ni las innumerables bases de datos.
Pero Heródoto responde a esta pregunta ya en las primeras páginas,
escribiendo, por ejemplo: La gente más culta de Persia y más
instruida en la historia dice... o Los fenicios niegan... y añade:
Así nos lo cuentan persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir
entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o de otro modo. Lo
que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue
el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi
historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados
grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron
grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al
contrario, fueron antes pequeños los que hoy son grandes.
Persuadido, pues, de la inestabilidad del bienestar humano, haré
mención igualmente de unos y de otros.
¿Pero
cómo Heródoto, un griego, podía saber lo que decían gentes de
países remotos, persas y fenicios, los habitantes de Egipto y de
Libia? Pues viajando, preguntando, observando y sacando conclusiones
de lo que le contaban y de lo que él mismo había visto; así
atesoró sus conocimientos. De manera que siempre empezaba por un
viaje. ¿Y no hacen lo mismo todos los reporteros? ¿Acaso ponernos
en camino no es lo primero que nos viene a la mente? El camino es la
fuente, el tesoro, la riqueza. Sólo estando de viaje el reportero se
siente él mismo, a sus anchas, se siente en casa.
A
medida que avanzaba en su lectura, encontraba en Heródoto un alma
hermana. ¿Qué lo empujaba a trasladarse de un lado para otro? ¿Qué
le mandaba actuar, afrontar las dificultades del viaje, emprender una
tras otra sus expediciones? Creo que la curiosidad por el mundo. El
deseo de estar allí, ver todo aquello a cualquier precio y vivirlo
en carne propia.
Se
trata en el fondo de una pasión no muy frecuente. El hombre, por
naturaleza, es un ser sedentario; desde que pudo dedicarse a la
agricultura después de abandonar la pobre y peligrosa existencia de
recolector y cazador, se estableció, feliz, sobre su pedazo de
tierra, se separó de sus vecinos con lindes o murallas,dispuesto a
derramar sangre, e incluso a perder la vida, en defensa de su
terruño. Si lo abandonaba tenía que ser por una fuerza mayor:
expulsado por el hambre, la peste, la guerra o la necesidad de
encontrar un trabajo; o bien por razones profesionales cuando se
trataba de navegantes, mercaderes o guías de caravanas. Pero nunca
han abundado las personas que durante años se dedicasen a recorrer
el mundo de punta a punta por su propia voluntad, sin imposición
alguna, con el único fin de conocerlo, estudiarlo y comprenderlo,
para, luego, además, describirlo todo.
¿Cómo
anidó en Heródoto esta pasión? Tal vez naciera de la pregunta que
habría surgido en su mente de niño: «¿De dónde vienen los
barcos?» Pues los niños,mientras juegan en la playa de un golfo,
ven que allá lejos, en la línea del horizonte, de pronto aparece un
barco y que, a medida que se aproxima a ellos, se vuelve cadavez
mayor. ¿Pero de dónde ha salido? Seguramente la mayoría de los
niños no se hace preguntas como ésta. Uno de ellos, sin embargo,
mientras construye su castillo de arena, en el momento menos pensado
puede preguntar: ¿de dónde ha salido esta nave? Al fin y al cabo,
esa línea tan lejana, rayana en lo infinito, ¡parecía marcar el
fin del mundo! ¿Acaso hay otro más allá de ella? ¿Y un tercero
más allá de ese otro? ¿Cómo son? Y el niño empieza a buscar una
respuesta. Y luego, cuando se convierta en adulto, la buscará con
más ahínco todavía, empujado por esa curiosidad que no ha logrado
satisfacer.
Parte
de la respuesta la proporciona el propio camino. El movimiento. El
viaje. Así es: resultado de sus viajes, el libro de Heródoto es el
primer gran reportaje dela literatura universal. Su autor está
dotado de una intuición, una vista y un oído de reportero. También
es incansable: atraviesa los mares, recorre las estepas y se interna
en los desiertos, y de todo ello nos da cumplida cuenta. Nos
maravilla con su resistencia, nunca se queja del cansancio, nada
parece capaz de desanimarlo ni de infundirle miedo (al menos jamás
menciona tal cosa).
¿Qué
lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su gran
aventura? Creo que una fe llena de optimismo —que nosotros hemos
perdido hace ya tiempo— en que es posible describir el mundo.
Heródoto
me había atrapado desde la primera página. Consultaba su obra a
menudo; cuando la dejaba apartada era para volver a cogerla al cabo
de pocotiempo, volver a sus descripciones de personajes y escenas, a
sus decenas de relatos y a su sinfín de digresiones. A cada momento
intenté penetrar en aquel mundo, orientarme en él y hacerlo un poco
mío.
No
me resultaba difícil. A juzgar por la manera de ver y describir la
gente y el mundo, Heródoto debió de ser un hombre benévolo y
comprensivo, cordial y abierto, un amigo para todo. No hay en él
rabia ni odio. Intenta comprenderlo todo, averiguar por qué alguien
ha actuado de ésta y no de otra manera. No culpa al ser humano, sino
al sistema. Malo, depravado y abyecto por naturaleza no lo es el
individuo, sino el sistema en que le ha tocado vivir. Por eso es un
ardiente defensor de la libertad y la democracia, y enemigo del
despotismo, la autocracia y la tiranía, pues considera que sólo en
el primer caso el hombre tiene la posibilidad de comportarse
dignamente, ser él mismo, ser humano. Tomad nota —parece decir
Heródoto—: un insignificante grupo de pequeños estados griegos ha
vencido a la gran potencia oriental sólo porque los griegos se
sabían libres, y por esa libertad estaban dispuestos a darlo todo.
Al
mismo tiempo, sin embargo, aun reconociendo la superioridad de sus
compatriotas en este terreno, no por eso los contempla y presenta
nuestro griego sinespíritu crítico. Ve cómo la libertad de
expresión —en principio positiva— puede convertir una discusión
en una riña estéril y destructora. Muestra que los griegos son muy
capaces de pelearse entre sí incluso en el campo de batalla, aun
cuando se hallen frente a las filas de un ejército enemigo en pleno
ataque. Aun cuando ven aproximarse a los soldados de Jerjes que ya
han disparado sus primeras flechas y blanden las espadas, los griegos
se enzarzan en una disputa en torno a la prioridad enla lucha: ¿a
qué persa rechazamos primero?, ¿al de la izquierda o al de la
derecha? ¿No habría sido este temperamento peleón suyo una de las
causas por las que los griegos nunca hubieran sido capaces de
construir un Estado fuerte y unitario?
Los
ejércitos de insectos que antes me habían atacado sólo a mí,
ahora, cuando tienen a su disposición también a Jarda, se han
dividido para formar dos grandes nubes que no paran de zumbar
mientras se ensañan con nosotros. Incapaces de mantenerlos a raya y
cansados de su fastidiosa insistencia, acudimos a Abdou, quien,cual
un sacerdote de la Antigüedad, ahuyenta con sus aromáticos
sahumerios las fuerzas del mal, que en este caso han tomado forma de
agresivos mosquitos y demoscas voraces.
Dejando
para más tarde la conversación en torno a la actual situación en
África (tema del que, a fin de cuentas, debemos ocuparnos a diario),
seguimos hablando de Heródoto. Jarda, quien había leído su
Historia hacía mucho tiempo y dice no acordarse gran cosa de ella,
me pregunta qué me ha llamado especialmente la atenciónen este
libro.
Respondo:
Su sobrecogedora dimensión trágica. Heródoto es coetáneo de los
más grandes autores de la tragedia griega: Esquilo, Sófocles (del
cual tal vez fueseamigo) y Eurípides. Su época es el siglo de oro
del teatro; las artes escénicas están impregnadas del espíritu de
los misterios religiosos, los ritos y las fiestas populares,de los
oficios divinos y dionisíacos. Todo esto influye sobre la manera de
escribir de los griegos. También en la de Heródoto, que presenta la
historia del mundo através de los avatares de las existencias
individuales; en las páginas de su libro, que pretende inmortalizar
la historia de la humanidad, siempre están presentes personasde
carne y hueso, individuos concretos, citados por sus nombres, con sus
grandezas y sus miserias, nobles o crueles, victoriosos o
desgraciados. Bajo los más diversos nombres y en contextos y
situaciones diferentes, desfilan por la obra Antígonas, Medeas y
Casandras; ahí están las siervas de Clitemnestra y el espíritu de
Darío y loslanceros de Egisto. El mito se mezcla con la realidad,
las leyendas con los hechos. Heródoto intenta separar los dos
órdenes, sin menospreciar ninguno de ellos ni determinar su
jerarquía. Sabe lo mucho que las decisiones y la manera de pensar
del ser humano dependen del mundo de los espíritus, sueños, temores
y augurios que lleva dentro. Sabe que una visión aparecida en sueños
a un rey puede decidir el destino de un país y de sus millones de
súbditos. Sabe lo débil e indefensa que es la persona ante el miedo
producto de su propia imaginación.
Al
mismo tiempo, Heródoto se fija el más ambicioso de los objetivos:
inmortalizar la historia del mundo. Nadie lo ha intentado antes: él
es el primero en tener semejante idea. Mientras reúne material para
su obra, cuando interroga a testigos, bardos y sacerdotes, siempre se
topa con que cada uno de ellos recuerda cosasdiferentes y de manera
diferente. Además, muchas centurias antes de nosotros, descubre un
importante —al tiempo que astuto y sofisticado— rasgo de la
memoria: las personas recuerdan aquello que quieren recordar y no lo
que en verdad ha sucedido. Pues cada individuo la tiñe del color que
más le conviene y prepara en su crisol particular su propia mezcla.
De ahí que sea imposible desentrañar el pasado tal como realmente
fue; sólo podemos acceder a sus muchas variantes, a versiones más
omenos verosímiles o que mejor se ajusten a nuestras expectativas.
El pasado no existe. Sólo existen sus infinitas interpretaciones.
Heródoto
es consciente de esta complicación, pero no se rinde: sigue
indagando, cita las más diversas opiniones sobre un acontecimiento o
las rechaza todas por absurdas, contrarias al sentido común; no
quiere ser un oyente y cronista pasivo, desea participar activamente
en la creación de ese maravilloso arte que es la historia: la de
hoy, la de ayer y la de tiempos más remotos todavía.
Por
otra parte, en la confección de la imagen del mundo que nos ha
transmitido, influyeron no sólo los relatos de testigos del pasado,
sino también suscontemporáneos. En aquellos tiempos, el autor vivía
en estrecho contacto con los destinatarios de su obra. Al no existir
libros, el escritor simplemente leía en voz altalos resultados de su
trabajo ante un auditorio de personas que en el acto expresaban su
parecer. Su reacción se convertía en una importante guía para el
autor, que así descubría si la dirección que había tomado y su
manera de escribir gozaba de la aceptación y el aplauso del público.
Los
viajes de Heródoto no habrían sido posibles si hubiese sido por la
figura del proxenos, es decir, del amigo del huésped, una
institución al uso en aquellos tiempos. Era una especie de cónsul.
Por voluntad propia o por encargo remunerado, su misión consistía
en ocuparse de los viajeros llegados de aquella polis de la queél
mismo era originario. Perfectamente integrado y relacionado en su
nuevo lugar de residencia, se ocupaba de su conciudadano recién
llegado, ayudándole a resolver un sinfín de asuntos,
proporcionándole fuentes de información y facilitándole los
contactos. Era muy singular el papel del proxenos en aquel
extraordinario mundo enque los dioses no sólo moraban entre los
mortales, sino que a menudo no se distinguían de ellos. La
hospitalidad sincera era de obligado cumplimiento, pues nunca sesabía
si el caminante que pedía yantar y techo era un hombre o un dios que
había adoptado la apariencia humana.
También
tuvo Heródoto otra fuente de información, preciosa e inagotable,
encarnada en los —muy extendidos a la sazón— depositarios de la
memoria: loscronistas espontáneos, los contadores ambulantes y los
trovadores de la Antigüedad. En África occidental, hasta hoy en día
puede uno encontrar y escuchar a un griot, personaje que se dedica a
ir de aldea en aldea y de mercado en mercado contando historias,
leyendas y mitos de su pueblo, su tribu o su clan. A cambio de
unasmonedas o tan sólo de un modesto tentempié y un vaso de agua
fresca, un viejo griot, hombre de gran sabiduría y fecunda
imaginación, os contará la historia de vuestratierra, os dirá lo
que en ella ha ocurrido y cuándo, qué casos, acontecimientos y
prodigios se han producido en su suelo. Y si es verdad o no todo lo
que cuenta, eso yano lo sabe nadie; y más vale no indagar, dejar las
cosas como están.
Heródoto
viaja con el fin de encontrar una respuesta a su pregunta de niño:
¿cómo es que en el horizonte aparecen naves? ¿De dónde han
salido? ¿De qué puerto han zarpado? O sea que lo que vemos con
nuestros propios ojos, ¿no es aún el límite del mundo? ¿Hay otros
mundos todavía? ¿Cómo son? Cuando crezca, querrá conocerlos.
Aunque más vale que no crezca del todo, que conserve un poco de ese
niño curioso que es, pues sólo los niños plantean preguntas
importantes y deverdad quieren aprender.
Y
Heródoto, con su entusiasmo y apasionamiento de niño, parte en
busca de esos mundos. Y descubre algo fundamental: que son muchos y
que cada uno es único.
E
importante.
Y
que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino
espejos en los que vemos reflejada la nuestra. Gracias a esos otros
mundos nos comprendemos mejor a nosotros mismos, puesto que no
podemos definir nuestra identidad hasta que no la confrontamos con
otras.
Por
eso, después de hacer este descubrimiento —otras culturas como
espejo en que mirarnos para comprendernos mejor a nosotros mismos—,
cada mañana ala salida del sol, incansablemente, Heródoto reanuda
su viaje.
Ryszard Kapuściński, crónica tomada de Viajes con Heródoto.
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