El amante del volcán


Es la boca de un volcán. Sí, boca; y la lengua de lava. Un cuerpo, un monstruoso cuerpo vivo, tanto masculino como femenino. Emite, arroja. También es un interior, un abismo. Algo vivo, que puede morir. Algo inerte que se agita de vez en cuando. Que existe sólo de forma intermitente. Una amenaza constante. Aunque predecible, por lo general no predicha. Caprichosa, indomable, maloliente. ¿Es esto lo que querían decir los primitivos? Nevado del Ruiz, Monte de Santa Elena, La Soufrière, Montaña Pelada, Krakatoa, Tambora. El gigante soñoliento que despierta. El gigante soñoliento que te dedica sus atenciones. King Kong.
Vomitando destrucción y, luego, sumiéndose otra vez en la somnolencia.
¿Yo? Pero si no he hecho nada. Sólo estaba allí, enfangado en mis rústicas rutinas. En qué otro lugar podría vivir, nací aquí, se lamenta el campesino de piel oscura. Todo el mundo debe vivir en alguna parte.
Naturalmente, lo podemos considerar un gran espectáculo pirotécnico. Es sólo cuestión de medios. Una vista lo bastante amplia. Hay maravillas hechas sólo para la admiración a distancia, dice el Doctor Johnson; no hay espectáculo más noble que una llamarada. A una distancia segura, es el espectáculo definitivo, tan instructivo como emocionante. Después de una colación en la villa de Sir *** salimos a la terraza, equipados con telescopios, para observar. El penacho de blanco humo, el estruendo comparado a menudo con un lejano redoble de timbales: obertura. Acto seguido principia el colosal espectáculo, el penacho enrojece, se hincha, se encumbra, un árbol de ceniza que trepa más y más alto, hasta planarse bajo el peso de la estratosfera (si hay suerte, veremos trazos de esquís que en naranja y rojo inician el descenso por la pendiente): horas, días de esto. Luego, calando, amaina. Pero, de cerca, el miedo revuelve las tripas. Este ruido, este ruido amordazante, es algo que nunca imaginarías, que no puedes aceptar. Un diluvio constante de sonido graneado, titánicamente tempestuoso, cuyo volumen parece aumentar siempre a pesar de que no puede ser más ruidoso de lo que es; un rugir del vómito, amplio como el cielo, que inunda el oído y que extrae el tuétano de tus huesos y te vuelca el alma. Incluso quienes se denominan a sí mismos espectadores no pueden escapar a una embestida de asco y terror como nunca conociste antes. En un pueblo al pie de la montaña —podemos aventurarnos hasta allí— lo que parecía de lejos un chorro torrencial es un campo deslizante de cieno viscoso, rojo y negro, que empuja paredes que por un momento permanecen en pie, luego caen con un tembloroso y sorbedor plaf en el seno de su henchida frente; que atrae, inhala, devora, desliga los átomos de casas, coches, carros, árboles, uno por uno. Pues esto es lo inexorable.
Ten cuidado. Tápate la boca con un trapo. ¡Agacha la cabeza! La ascensión nocturna a un volcán moderadamente, puntualmente activo, es una de las grandes aventuras. Después del recorrido por la parte alta del costado del cono, nos paramos en el labio del cráter (sí, labio) y miramos abajo, a la espera de que el ardiente corazón interior se ponga a retozar. Como es el caso, cada doce minutos. ¡No demasiado cerca! Comienza ya. Oímos un gorgoteo de bajo profundo, la corteza de escoria gris empieza a brillar. El gigante está a punto de exhalar. Y el hedor sofocante del sulfuro es insoportable, o casi. La lava se amalgama pero no rebosa. Leñas y cenizas ígneas se ciernen a escasa altura. El peligro, cuando no es demasiado peligroso, fascina.
Nápoles, 19 de marzo, 1944, por la tarde, a las cuatro. En la villa las manecillas del gran reloj inglés de péndulo se paran en otra hora fatal. ¿De nuevo? Había permanecido quieto durante tanto tiempo.
Como la pasión, de la que es emblema, puede morir. Hoy se sabe, más o menos, cuándo una remisión puede empezar a contarse como una cura, pero los expertos vacilan en declarar muerto un volcán inactivo desde hace tiempo. Haleakala, cuya última erupción fue en 1790, aún sigue clasificado como durmiente. ¿Sereno porque está soñoliento? ¿O porque está muerto? Prácticamente muerto, salvo que no lo está. El río de fuego, después de consumirlo todo a su paso, se convertirá en un río de piedra negra. Aquí nunca más volverán a crecer los árboles, nunca. La montaña se convierte en el cementerio de su propia violencia: la ruina que causa el volcán incluye la suya propia. Cada vez que el Vesubio entra en erupción, un trozo de la cima se desgaja. Pasa a tener peor forma, es más pequeño, más desolado.
Pompeya fue enterrada bajo una lluvia de ceniza, Herculano bajo un corrimiento de barro que se precipitó ladera abajo a cincuenta kilómetros por hora. Pero la lava se come una calle con lentitud suficiente, unos pocos metros por hora, para que todo el mundo se aparte de su camino. También nos da tiempo para que salvemos nuestras cosas, o algunas de ellas. ¿El altar con las imágenes sacras? ¿El trozo de pollo por comer? ¿Los juguetes de los niños? ¿Mi nueva túnica? ¿Los objetos de artesanía? ¿El ordenador? ¿Los pucheros? ¿El manuscrito?¿La vaca? Todo cuanto precisamos para volver a empezar son nuestras vidas.
No creo que corramos peligro. Avanza por el otro lado.
Mira.
¿Te vas? Me quedo. A no ser que llegue... allí.
Ha ocurrido. Se acabó.
Huyeron. Se lamentaron. Hasta que el dolor se hizo también piedra, y volvieron. Llenos de temor reverente ante la rotundidad de la borradura, contemplaron la tierra aplanada debajo de la cual yacía sepultado su mundo. La ceniza bajo sus pies, aún caliente, ya no les abrasaba el calzado. Se enfrió más. Se evaporaron las vacilaciones. No mucho después del año 79 de nuestra era —cuando su fragante montaña alfombrada de vides, coronada por los bosques donde Espartaco y los miles de esclavos que le siguieron pretendieron esconderse de las legiones que les perseguían, reveló por primera vez que era un volcán— la mayoría de los supervivientes se dispuso a reconstruir, a volver a vivir. Allí. Su montaña tenía ahora un feo agujero en la cima. Los bosques estaban quemados. Pero también ellos crecerían de nuevo.
Un aspecto de la catástrofe: aquello había sucedido. Quién hubiera esperado semejante cosa. Nunca, nunca. Nadie. Es lo peor. Y si es lo peor, es único. Lo cual significa irrepetible.
Dejémoslo atrás. No seamos agoreros.
Otro aspecto. Único por ahora: lo que ha sucedido una vez, puede volver a suceder. Ya verás. Sólo hay que esperar. Para asegurarte, tendrás que esperar mucho tiempo.
Volvemos. Volvemos.


Susan Sontag en el Prólogo de El amante del volcán, Alfaguara, 1996.

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