Seda



34.

Esa noche Hara Kei invitó a Hervé Joncour a su casa. Había algunos hombres del lugar y mujeres vestidas con gran elegancia, el rostro pintado de blanco y de colores vistosos. Se bebía sake, se fumaba en una larga pipa de madera un tabaco de aroma amargo y embriagador. Llegaron unos saltimbanquis y un hombre que arrancaba carcajadas imitando hombres y animales. Tres mujeres viejas tocaban instrumentos de cuerda, sin dejar de sonreír. Hara Kei estaba sentado en el puesto de honor, vestido de oscuro, los pies descalzos. En un vestido de seda, espléndido, la mujer con el rostro de chiquilla se sentaba a su lado. Hervé Joncour estaba en el extremo opuesto del cuarto: era asediado por el perfume dulzón de las mujeres que estaban en torno a él y sonreía embarazado a los hombres que se divertían contándole historias que él no podía comprender. Mil veces buscó los ojos de ella, y mil veces ella encontró los suyos. Era una especie de danza triste, secreta e impotente. Hervé Joncour la bailó hasta muy tarde, después se levantó, dijo algo en francés para excusarse, se liberó de cualquier modo de una mujer que había decidido acompañarlo y, abriéndose campo entre nubes
de humo y hombres que lo apostrofaban en aquella lengua incomprensible, se fue. 
Antes de salir del cuarto, miró una última vez hacia ella. Lo estaba mirando, con ojos perfectamente mudos, a siglos de distancia.
Hervé Joncour vagabundeó por el pueblo respirando el aire fresco de la noche y perdiéndose entre las callejuelas que subían por el flanco de la colina. Cuando llegó a su casa vio un farol, encendido, oscilando detrás de las paredes de papel. Entró y halló a dos mujeres, de pie, frente a él. Una muchacha oriental, joven, vestida con un simple kimono blanco. Y ella. Tenía en los ojos una especie de febril alegría. No le dio tiempo
de hacer nada. Se acercó, le tomó una mano, se la llevó al rostro, la rozó con los labios y, después, estrechándola fuerte, la puso entre las manos de la muchacha que estaba a su lado y la tuvo allí, por un instante, para que no pudiera escapar. Retiró su mano, finalmente, dio un par de pasos hacia atrás, tomó el farol, miró por un instante a los ojos de Hervé Joncour y escapó. Era un farol anaranjado. Desapareció en la noche, pequeña luz en fuga.

Alessandro Baricco en Seda, Anagrama, 2001.

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